Redacción | Desde el Caribe |
En estas fechas decembrinas, cuando la mayoría de los trabajadores del país hacen cuentas para ver si el aguinaldo alcanza para regalos modestos, deudas urgentes o simplemente para sobrevivir a la cuesta de enero, en el Congreso de Quintana Roo la realidad se vive en otro plano.
Un plano donde 250 mil pesos por concepto de prestaciones de fin de año, los diputados de la XVIII Legislatura recibirán esta cantidad entre aguinaldo, prima vacacional, fondo de ahorro, apoyos para vivienda, combustible y renta de casas de gestoría. Todo perfectamente justificado en el papel, todo dentro de la “ley”, pero profundamente alejado de la realidad social que dicen representar. Mientras tanto, un trabajador con salario mínimo recibirá apenas 3 mil 691 pesos. Esa es la distancia entre la política y la vida real.
El Observatorio Legislativo Ciudadano de Quintana Roo lo recordó con cifras frías pero contundentes, que en Estado seguimos teniendo uno de los congresos más caros del país. Sin comparativos directos, sí; pero con un presupuesto que habla por sí solo, 760 millones de pesos que se han ejercido durante 2025, de los cuales 532 millones se destinan únicamente a las y los 25 diputados. El resto, 228 millones, va a la Auditoría Superior del Estado.
Si se hace la suma, mantener a cada diputado ha costado más de 25 millones de pesos al año. Y aun con ese gasto, la ciudadanía difícilmente podría enumerar cinco iniciativas relevantes, tres debates de altura o una fiscalización ejemplar. Las cifras son generosas; los resultados, no tanto. A ello se suma un sistema de privilegios que parece pertenecer a otra época, pero que permanece intacto:
— Cien mil pesos mensuales para casas de gestión y asesores.
— Un fondo de ahorro donde por cada 20 mil pesos que aporta el legislador, el Congreso aporta otros 20 mil.
— 80 millones anuales para las llamadas “ayudas sociales”, una partida históricamente señalada por convertirse, cada tanto, en herramienta deliberante más que en política pública.
No se trata de descalificar la labor legislativa, que es fundamental para el equilibrio democrático. Tampoco de caer en el discurso fácil del enojo. Se trata de recordar algo simple, la representación pública es un mandato social, no un privilegio personal. Y cuando el costo de quienes legislan supera por tanto al beneficio tangible para la ciudadanía, la distancia entre unos y otros solo se sigue haciendo más grande.
Quizá la crítica no deba ser dura, pero sí firme, la austeridad no se predica, se ejerce.
Y la congruencia, esa que tanto se exige desde el discurso, empieza revisando cuántos millones cuesta, en realidad, cada curul.
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