Del Muro de Moisès Enrique Ayala Mena (Moisès Ayala)
Chetumal, invierno 2025.- Cada diciembre, en mis años de infancia en Chetumal, había un momento exacto en el que la Navidad dejaba de ser una fecha y se convertía en magia: cuando, al pasar por la avenida San Salvador, veía encenderse las luces de la famosa Casa de Santa. Era como si el corazón supiera antes que la mente que había llegado esa temporada donde todo se volvía ilusión.
La Privada San Salvador era un pequeño santuario navideño. Entrar ahí era como cruzar una frontera invisible que separaba lo cotidiano de lo extraordinario. A la primera mirada, el ambiente te envolvía: muñecos inflables que saludaban con los brazos extendidos, esferas de todos los colores colgando de los árboles, guirnaldas cruzando de una casa a otra como puentes brillantes, y mangueras de luces que caían desde los techos como cascadas luminosas. Las luces descendían como lluvia suave, iluminando la calle con un resplandor que parecía respirar.
Entre todo ese esplendor también se levantaba, majestuosa y luminosa, una gran Torre Eiffel, como traída directamente desde París hasta nuestro Chetumal. La torre, llena de luces blancas y doradas, rompía la noche con su figura elegante; era un símbolo inesperado que hacía aún más mágico el recorrido, como si la Navidad tuviera permiso de mezclar mundos y sueños en un mismo lugar.
Las flores de Nochebuena aparecían en las entradas, agrupadas como pequeñas hogueras rojas que calentaban la vista. Y el nacimiento… aquel nacimiento gigantesco que todos queríamos ver. Iluminado, lleno de casitas, pastores, Reyes Magos y un ejército de animalitos que parecían moverse cuando les tocaba la luz. Para los niños, aquello era como viajar a Belén sin salir de la ciudad.
Pero entre todas las casas, había una que dominaba la escena: la Casa de Santa. Su fachada cubierta de luces multicolores, la “nieve” que caía del techo, la chimenea que nos hacía imaginar a Santa entrando cada Nochebuena. Y, por supuesto, el buzón rojo, donde dejábamos nuestras cartas llenas de sueños. ¿Cuántas cartas guardaría? ¿Cuántas ilusiones escritas con letra temblorosa de niño?
Visitar la privada era un festín sencillo: arroz con leche recién hecho, pastel casero, familias caminando despacio, flashes de cámaras, sonrisas que no necesitaban explicación. Era inevitable sentir orgullo de ser chetumaleño cuando venía alguien de fuera y los llevabas a conocer aquel pequeño rincón donde, para nosotros, vivía la Navidad.
En esos años, solo existía un supermercado en la ciudad: el San Francisco. Acompañar a mis papás y luego volver por la avenida, viendo encenderse las luces, se volvió un ritual silencioso. Era como un aviso tierno y claro de que la temporada de paz, gratitud y convivencia estaba a punto de llegar.
Hoy, todos esos recuerdos viven suavemente en la memoria. Con el tiempo uno entiende que la Navidad no está solo en las luces ni en los adornos aunque nos hayan regalado momentos que hoy acarician el alma sino en la paz interior, en la gratitud, en la comunión con nuestro Señor Jesucristo y en la dicha de compartir la vida con quienes amamos.
Y aunque las Navidades de ahora también tienen su encanto, a veces el corazón se vuelve un poco nostálgico. Recordamos a quienes ya no están y que un día caminaron con nosotros por esas calles iluminadas. Duele, sí, pero también reconforta saber que siguen viviendo en la luz de nuestros recuerdos.
Y también llegan nuevas generaciones: miradas brillantes, risas frescas, sueños nuevos que renuevan lo que alguna vez sentimos. Entonces entendemos que nuestra misión es regalarles un poquito de aquella magia: esperanza, fe, amor… y el brillo de una Navidad viva.
Porque recordar es volver a vivir. Y cuando cierro los ojos, la privada vuelve a encenderse: la Torre Eiffel iluminada, la Casa de Santa respirando colores, el buzón rojo esperando cartas, y la lluvia de luces cayendo suave sobre la calle.
Y hoy, desde la distancia de los años, solo puedo inclinar el corazón en agradecimiento.A los vecinos de aquella Privada San Salvador, gracias.Gracias por cada luz encendida, por cada adorno puesto con amor,por cada noche en que hicieron brillar los sueños de tantos niños y familias.Gracias por su trabajo silencioso y su espíritu navideño que tejió recuerdosque aún hoy siguen calentando el alma.Gracias por regalarnos momentos felices, sencillos y perfectos,que iluminaron a nuestra ciudad como si la Navidad tuviera ahí, en esa privada,su propio hogar hecho de luz, esperanza y comunidad.
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