LA LUCHA POR LA AUDIENCIA

Nico Lizama
Recuerdo que hasta no hace mucho tiempo, los comunicadores -periodistas les llamaban- competían ferozmente por escribir no solo de manera interesante, sino con los puntos y las comas en el sitio exacto.
Hoy esas “minucias” son historia. 
Hoy, el comunicador más popular, el que más vende, es el que tiene una extraordinaria habilidad con la palabra detrás de una pantalla.
Los comunicadores de hoy, los de moda, son los que hacen verdaderos malabares con el verbo, los que elogian o critican sin necesidad de escribir una sola letra (mis respetos para esa extraordinaria habilidad que tienen).
Hoy, un buen entrevistador, es el que menos pregunta, el que deja que el entrevistado se desplaye, que solito suelte la sopa, que deje fluir sin presión alguna todo lo que tiene atorado en el interior del alma.
Un buen reportero, hoy, es al que la casualidad le guiña un ojo y, descaro de por medio, va, se mete, celular en mano, en medio de un accidente de transito y transmite.
Los reporteros clásicos (que en paz descansen, se extinguieron) esos que tenían al lapicero y a la libreta como las mejores herramientas (unos -¡aaah!- incluían hasta el ron y sus respectivos aderezos), tenían fervor por la buena escritura, puesto que sabían que ese era el santo grial de todas las cruzadas.
Y es que, escribir bien, significaba la mejor de todas las designaciones: cubrir la fuente política.
Recibir una asignación de ese calibre, era una distinción en toda la extención de la palabra. Significaba que eras ducho (o medio ducho al menos) en todos los aspectos y que sabías redactar tal como la Real Academia indica.
Esos reporteros son cosa del pasado, se fueron extinguiendo con el tiempo.
Llegó la modernidad y cobró total vigencia esa frase tan matona que consigna: “Renovarse o morir”.
Por de pronto, un servidor, consciente de sus carencias con el don de la palabra -casi nazco mudo- ya adquirió un par de loros de pico amarillo, de esos que no se callan y hablan hasta por los codos.
No me separo de ellos -duermen a mi lado, casi los apachurro a veces- y les doy su maicito a cada rato.
Algo he de aprenderles.
A ver si no me salen más vivos que yo y un día me reprueban con el decepcionante parloteo de: “¡Nicoo, que ‘pe…rico’ eres, no tienes remedio, hasta cuando hablas tienes errores ortográficos!”

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